El gobierno quiere hacernos creer a los colombianos que la crisis financiera mundial apenas sí nos rozó. Y en una descarga de optimismo, a pesar todas las evidencias entregadas por el Dane, los gremios económicos y los centros de investigación, vende la idea de que tendremos un crecimiento positivo de la economía al finalizar el año.
Sin embargo, la gente en la calle no adhiere a las suposiciones ni a las predicciones de las voces gubernamentales, las mismas que insistieron que estábamos blindados económicamente, mientras todos los ventarrones de la crisis nos cegaban.
Los ciudadanos tienen la convicción de que la crisis está más vigente que nunca y por ello actúan discretamente frente al consumo. Las personas ya no compran en la dimensión ni con la misma intensidad de antes. Ahora cuidan cada peso y se está imponiendo la previsibilidad.
A lo mejor el Ministro de Hacienda, por andar metido entre tanto tecnócrata internacional y almorzando con tanto banquero nacional, a los único que les ha ido bien en medio de la crisis, no pueda palpar lo que está sucediendo en la microeconomía.
Algunos ejemplos de la cotidianidad nos permiten ver la realidad de la economía colombiana, sin tener que ser expertos para develar la dimensión de las desastrosas cifras de la industria en los primeros nueve meses de este año, la caída del sector agrícola (a pesar del programa IAS), el descenso de sectores vinculados con la construcción, los amargos momentos del comercio minorista, la desazón de los autopartistas, la preocupación del sector automotriz, el desespero de los exportadores y la desesperanza de los avicultores.
Los ejemplos cotidianos tienen que ver con que cada vez más empleados de nivel medio y medio alto llevan fiambrera al trabajo; más personas están dejando el carro en casa y buscan opciones en el transporte público; la compra de ropa nueva es cada vez más espaciada y se prefieren las marcas de diseñadores populares; las salidas a los almuerzos familiares de fin de semana se han cambiado por el ajiaco, los frijoles o el asado casero; la ida a cine le está ganando de mano a la rumba aguardientera; el uso de celulares callejeros a $150 el minuto reemplaza la recarga del prepago; los periódicos y las revistas ya no se compran sino que se leen en Internet; los créditos hipotecarios son sinónimo de un “tumbis” bancario; el uso de tarjeta de crédito es una práctica que ha ido a menos; la poca actividad turística está dejando vacías las playas y los parques temáticos; se está apelando más al uso del transporte terrestre que al aéreo; el servicio doméstico de limpieza ya sólo se utiliza dos veces a la semana. En fin, la gente está tratando de ahorrar hasta el último peso, bien porque quiere guardar para cuando se agrave mucho más la situación económica (las encuestas dicen que ha empeorado la percepción de confianza sobre el futuro) o porque los ingresos ya no alcanzan.
Estamos en tiempo de cinturón apretado y dejando los gusticos para después. Si este comportamiento de los consumidores persiste, será muy difícil que la economía se pueda recuperar por la vía de la demanda.
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