Los países democráticos del mundo están aterrados de observar en vivo y en directo, a través de las redes sociales, las violaciones de los derechos humanos que está cometiendo el gobierno de El Salvador, en contra de millares de personas acusadas de ser miembros de organizaciones criminales. El líder de esta operación es el presidente de esa pequeña república centroamericana, Nayib Bukele.
Bukele lanzó un ataque feroz contra las bandas criminales
conocidas como las Maras, señaladas de asesinar indiscriminadamente a
centenares de personas. Las operaciones han sido un éxito, porque se han
capturado varios miles de delincuentes y desbaratado las estructuras delictivas,
dándole un respiro a la población, que estaba prácticamente secuestrada por Mara
Salvatrucha 13 y Barrio 18.
Sin embargo, lo que sigue después de las capturas, es aterrador,
porque viola todos los principios básicos de humanidad y convierte las prisiones
en campos de concentración, en una clara actitud de retaliación estatal contra
acusados de crímenes, que, sin embargo, no tienen la posibilidad de defenderse,
como lo exigen las normas internacionales.
Así sean los peores delincuentes o los asesinos más despiadados,
tienen derecho a un juicio transparente, justo y con garantías procesales (ver
caso Núremberg). Lo contrario, como sucede en El Salvador, es convertir el
Estado en un violador igual o peor de los derechos de las personas privadas de
la libertad.
Por orden de Bukele, que mantiene al país en estado de emergencia,
los presos no tienen derecho a la defensa judicial, ni a conocer de qué se les
acusa, ni a ir a juicio, ni tener privacidad, ni tomar los alimentos básicos,
ni ver a sus familiares, ni un espacio digno para dormir. Lo que se vive en las
prisiones salvadoreñas, contra los presuntos delincuentes de las Maras, es una
venganza institucional, con claros efectos políticos y publicitarios.
El Salvador, que tuvo un proceso de paz entre el gobierno y la
guerrilla hace tres décadas, no fue capaz de implementar los acuerdos
alcanzados, en tanto procesos de emigración forzados desde los Estados Unidos,
que expulsó a miles de salvadoreños, impulsaron la creación de grupos delincuenciales,
que formaron un paraestado, ante la incapacidad de los partidos FMLN y Arena de
brindar seguridad y condiciones dignas a sus habitantes, cuando ejercieron el
poder.
Bukele, que llegó a la presidencia, derrotando el bipartidismo, se
ha ido transformado en una especie de autócrata, que cambió la composición de
las cortes de justicia, poniendo allí a sus seguidores, que le facilitaron, por
ejemplo, la autorización para que se pudiera presentar a la reelección,
violando las normas constitucionales vigentes. También se apoderó de las
mayorías absolutas del Congreso.
Con semejante poder, hizo aprobar normas que le dan poderes
supremos, al punto de restringir las libertades y los derechos de todas las
personas, e investir con autoridad a la policía y el ejército, para que combatan
la delincuencia, sin que tengan que rendir cuentas de sus acciones, denunciadas
como violatorias de los derechos humanos.
Como las comunidades estaban confinadas en sus territorios por las
Maras, sienten que las decisiones de Bukele son justas y adecuadas, por lo cual
lo cubren hoy con una aceptación por encima del 80%, que lo convierte en
virtual presidente reelecto.
Mientras Bukele se presenta ante sus ciudadanos como un salvador
de su situación, las autoridades de Estados Unidos revelan cómo su gobierno
negoció hace pocos meses con los líderes presos de los Maras, para que bajaran
el número de asesinatos, y permitir que la institucionalidad presentara buenas
cifras de seguridad, que en efecto se presentaron.
Los líderes de las Maras empezaron a tener mejores condiciones en
prisión, no serían extraditados a Estados Unidos, se les facilitó a varios
salir de las cárceles y suspenderles las penas, tenían vía libre para traficar
con drogas ilícitas y las autoridades no se meterían en sus territorios para
seguir apresándolos.
Sin embargo, algunos líderes de las Maras quisieron presionar más
dádivas del gobierno y lo desafiaron matando decenas de personas durante un fin
de semana, lo cual le dio a Bukele la oportunidad de poner en marcha un plan
agresivo: cerrar las ciudades, registrar casa por casa y apresar a todo quien
fuera sospechoso, sin dar ningún tipo de explicación, gracias a leyes
excepcionales de estado de sitio.
Hoy existe un régimen de terror en El Salvador, ya no generado por
las poderosas organizaciones delincuenciales, sino por el propio Estado, lo que
está siendo claramente condenado por los gobiernos democráticos, que denuncian
las prácticas de tortura aplicadas a los presos.
Además, en medio de todo este espectáculo cinematográfico montado
por Bukele, se conocen también episodios de corrupción de los más cercanos
colaboradores del Presidente, incluyendo generales, que no sólo se están
apropiando de los recursos públicos, sino que también, y al mejor estilo de lo
que pasa en Venezuela y Nicaragua, están mejorando sus finanzas personales con
el tráfico de drogas.
Bukele cada vez más parecido a Maduro, Ortega, Bolsonaro, Putin y Xi Jinping. Un popular violador
de derechos humanos.