viernes, 27 de marzo de 2009

CON EL AGUA AL CUELLO

Mientras usted lee esta columna en los próximos tres minutos, exactamente tres personas estarán siendo afectadas por el invierno en Colombia. Las cifras de la Cruz Roja aseguran que en el primer trimestre de este año, 120.000 personas han visto cómo sus bienes fueron dañados por las inundaciones, deslizamientos, avalanchas, granizadas y vendavales, mientras que 45 personas perdieron su vida. En otras palabras, cada minuto en promedio, una persona resulta perjudicada por la ola invernal.
Desde el gobierno nacional se les ordena a los alcaldes y gobernadores que activen los Comités de Emergencia. Y ellos, de manera diligente lo hacen. Programan reuniones, en las cuales la conclusión casi siempre es la misma: “no tenemos con qué atender a los damnificados”. Lo único es su traslado a las escuelas o a las casetas comunales. Y allí, centenares de familias esperan a que el invierno amaine, para poder regresar a los sitios que tradicionalmente ocupan y tratar de levantar nuevamente su rancho e intentar rehacer sus vidas en medio de la pobreza y el peligro, tal vez con una cobija y una olla nueva, entregada por los organismos de socorro, luego de las campañas de solidaridad nacional.
En 2008, supimos que cerca de un millón de personas, algo así como el 2% de la población colombiana fue dañada por el inverno y que los muertos superaron las dos centenas. Los medios de comunicación coincidieron en afirmar que las consecuencias de dicho invierno fueron una de las noticias más destacadas del año. Pero llegó diciembre con su alegría y la sociedad colombiana se olvidó del pavor que producen en muchas regiones del país las lluvias torrenciales.
Al comenzar el 2009, volvimos a observar las inundaciones en calles y avenidas. Asistimos a granizadas terroríficas que tumban techos. A deslizamientos que causan muerte. A avalanchas que acaban con la producción agrícola y destruyen carreteras. En la televisión nos muestran a familias pobres y ricas, las unas armadas con baldes y las otras con motobombas, sacando el agua que se les metió hasta la sala, acabando con el sillón viejo o con la alfombra persa.
Ahora que estamos sumidos en una nueva temporada invernal, donde las lluvias se están haciendo cada vez más fuertes y continuas. Cuando cerca de 20 departamentos están viendo caer más agua que de costumbre. Cuando hay miles de personas, especialmente niños, sufriendo de enfermedades respiratorias y otras están asistiendo al médico por erupciones en la piel. Cuando el invierno está atrapando en la pobreza extrema a centenares de miles de compatriotas. Cuando está sucediendo todo esto, nos volvemos a percatar que no existe en Colombia una política de prevención de riesgos y sólo funciona un plan bastante mediocre de atención a los afectados por los desastres naturales.

domingo, 8 de marzo de 2009

NUNCA ESTUVIMOS BLINDADOS

El discurso oficial nos habló durante meses que la economía colombiana estaba blindada. El tono del discurso era convincente. La gesticulación de los funcionarios generaba confianza. Nos dijeron que la economía seguiría creciendo, que los bancos estaban boyantes, que el agro era muy productivo, que el desempleo estaba controlado, que el comercio exterior presentaba buenas expectativas, que la industria se mantenía altiva, que los inversionistas extranjeros estaban haciendo cola para poner su dinero aquí y que el comercio interno era dinámico. Nada de qué preocuparse.
Los medios de comunicación fueron especialmente receptivos al mensaje oficial y reiteraron, como para que nadie dudara, que nuestra economía estaba blindada. Incluso, se trató de vender la idea de que el blindaje era Reactivo, o sea, con la capacidad de destruir cualquier amenaza externa apenas intentara tocar nuestra realidad. Eso quería decir que la crisis de consumo de los norteamericanos no le generaría ningún rasguño a la industria cafetera, carbonífera y floricultora, y que a pesar del bajonazo del precio del petróleo seguiríamos vendiendo como si nada nuestros productos a los venezolanos.
Algunos hablaron del blindaje como un filme de seguridad, a través del cual podíamos mirar los sucesos externos sin preocuparnos de que ellos nos afectarían, por lo que la quiebra de la industria automotriz gringa y la agonía de los bancos y del sector asegurador, nos pareció un espectáculo lejano.
Pero el blindaje al cual apelaron desde la oficialidad fue el de Nivel RB V. Con él, los efectos de la quiebra financiera, de la crisis bursátil, del desempleo a nivel global y de las políticas proteccionistas que se extendían por todo el mundo, no traspasarían nuestras fronteras y aquí podríamos gozar de un oasis único y disfrutaríamos de los buenos resultados de la política fiscal y monetaria, que se erigirían como ejemplos mundiales y mostrarían cómo un país marginal sí era capaz de mantenerse incólume ante un desastre económico universal. Veríamos en vivo y en directo el desplome de las grandes naciones, mientras disfrutaríamos de nuestra prosperidad.
Sin embargo, un día cualquiera, el blindaje se rompió. Nuestro casco saltó en pedazos y la proa hizo agua. La embarcación en que nos habían montado ya no estaba protegida. La voz de alerta sobre la crisis la dio el vocero de los industriales, que de esta manera confirmó lo que ya muchos habían empezado a observar a través de las hendijas que se abrían sobre la estructura, pero que el gobierno resanaba de vez en vez.
Los medios, voceros oficiosos del discurso del blindaje, cambiaron el tono, y empezaron a contar que la industria había caído en un 10%; que el comercio estaba lejos de las ventas de años anterior; que el desempleo había sobrepasado las peores expectativas y podría llegar al 19%; que los floricultores no habían tenido un buen Día de San Valentín; que las automotrices colombianas se habían contagiado de los mismos males que General Motor y Chrysler; que la cartera morosa se había duplicado; que la inflación estaba cediendo porque no había suficientes compradores, o porque los compradores estaban comprando cada vez menos; que la construcción se había frenado y que muchas viviendas, locales y bodegas no se habían podido negociar; que inversionistas internacionales se estaban retirando del mercado nacional; que el IGBV se mantenía a la baja y que las transacciones en Bolsa alcanzaban unas cifras ridículas; que los $55 billones anunciados como Plan de Choque por Planeación se volvieron un “rey burlas”; que la cosecha cafetera bajaría; que los departamentos afectados por las Pirámides se seguirán sumiendo en la pobreza.
En fin, ahora estamos ante un discurso apocalíptico. Que nos muestra que nunca estuvimos blindados. Que somos blanco fácil de los acontecimientos mundiales. Que estaremos afectados por un menor crecimiento económico, con un aumento sustancial del número de pobres y con un paro laboral bastante pronunciado, que hará que perdamos en los próximos dos años gran parte de lo que se había ganado en el pasado reciente. Y que nos demuestra que hubo irresponsabilidad en la orientación de la política económica del país.