Las
consecuencias de que en cada década se sumen 1.000 millones de personas a la
población del mundo, tienen que ver con la necesidad de proveer más agua potable,
ofrecer más alimentos, ampliar la zona agrícola, quitarle espacio a los
bosques, gestionar más residuos, requerir más energía y contaminar los recursos
básicos.
Si no se respeta el desarrollo sostenible, que plantea límites en la manera cómo el modelo de producción del hombre debe relacionarse con la naturaleza, continuará el desastre en muchas partes del mundo, y esto no es ciencia ficción. Por ejemplo, como consecuencia del calentamiento global, los campos argentinos soportaron las lluvias más fuertes del siglo en el último lustro; los venezolanos perdieron en tres décadas cuatro glaciares ubicados en Los Andes; en Alaska se han medido calentamientos muy superiores al promedio mundial; y en Bolivia son recurrentes las inundaciones en la mayor parte de su territorio. Además, se prevé que 250 millones de habitantes de China sufrirán inundaciones y pérdidas de sus cosechas en las próximas décadas debido a que dos tercios de sus glaciares se están derritiendo; y que los neoyorquinos podrían sufrir oleajes de hasta nueve metros de altura como consecuencias de los huracanes.
Estos y muchos impactos negativos no se localizan en un sitio específico, sino que inciden en muchas regiones del mundo y, por lo tanto, se convierten en problemas universales que tienen que ser enfrentados con soluciones complejas o sencillas, pero de todas formas consensuadas.
A
esto se le agrega la actitud de los habitantes frente al entorno natural que
pasó del respeto a la devastación. Las
técnicas tradicionales para el laboreo de la tierra fueron sustituidas por
equipos sofisticados que cambiaron los conceptos y alcances de la
productividad. El número de especies de
flora y fauna se agotan a velocidades sorprendentes sin que a muchos ciudadanos
les importe, dado que no tienen cercanía con el problema. Los bosques y la
infinidad de ríos que cubrían largas extensiones territoriales han desaparecido
y con ellos todo el inventario de biodiversidad.
En
esencia, durante los últimos dos siglos se aceleraron fenómenos como la
desertización, la contaminación del aire, la desaparición de los cuerpos de
agua, el cambio climático y la generación de residuos sólidos no
biodegradables. La sociedad se
conmociona frente a estos hechos, pero no reacciona de la manera adecuada, en
tanto el activo paisajístico se sigue deteriorando. Muchos de estos impactos
negativos son irreversibles y afectan la calidad de vida de la gente.
Por
todos estos acontecimientos, la teoría del desarrollo sustentable está en
crisis, pues cada generación lega a la siguiente mucho menos patrimonio
ambiental de lo que ella recibió de la anterior. Esta apreciación está
perfectamente concebida por Jacobs cuando afirmó que “la gente del futuro puede ser más rica financieramente, pero al mismo
tiempo puede heredar un medio ambiente muy degradado, lo que a su vez lo
forzará a vivir cambios primordiales y posiblemente desastrosos en su estilo y
patrones de vida”[1].
Si no se respeta el desarrollo sostenible, que plantea límites en la manera cómo el modelo de producción del hombre debe relacionarse con la naturaleza, continuará el desastre en muchas partes del mundo, y esto no es ciencia ficción. Por ejemplo, como consecuencia del calentamiento global, los campos argentinos soportaron las lluvias más fuertes del siglo en el último lustro; los venezolanos perdieron en tres décadas cuatro glaciares ubicados en Los Andes; en Alaska se han medido calentamientos muy superiores al promedio mundial; y en Bolivia son recurrentes las inundaciones en la mayor parte de su territorio. Además, se prevé que 250 millones de habitantes de China sufrirán inundaciones y pérdidas de sus cosechas en las próximas décadas debido a que dos tercios de sus glaciares se están derritiendo; y que los neoyorquinos podrían sufrir oleajes de hasta nueve metros de altura como consecuencias de los huracanes.
Estos y muchos impactos negativos no se localizan en un sitio específico, sino que inciden en muchas regiones del mundo y, por lo tanto, se convierten en problemas universales que tienen que ser enfrentados con soluciones complejas o sencillas, pero de todas formas consensuadas.
Es
claro entonces, que el impacto ambiental originado por el aumento tanto de la
población como del consumo, le da paso a una ecuación simple: entre más
personas habiten el planeta habrá más consumo y por lo tanto se presionarán más
los recursos de la naturaleza y se generarán más desperdicios, lo que quiere
decir más contaminación. Y para poder
impedir los impactos negativos de esta ecuación, es esencial construir un
modelo sobre las relaciones entre demografía y entorno natural y entre
actividades poblacionales y efectos ecológicos, especialmente en este momento
en que hay consenso sobre que el hombre tiene un grado muy alto de
responsabilidad en los acontecimientos dañinos del medio ambiente: “el ser humano se ha convertido en una nueva
fuerza geológica”[2]
que construye, destruye, cambia y transforma.
Estos
impactos sociales de la devastación ambiental en el mundo promoverán una
emigración transcontinental nunca antes vista, que originará grandes conflictos
políticos, demográficos y económicos, tal como lo señala Samuel Huntington[3]. Este desplazamiento tendría sus orígenes en
la necesidad de buscar nuevas tierras para la producción y la habitación segura.
1 comentario:
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