Aunque el desarrollo es evidente, las innovaciones
científicas siguen su marcha y la economía crece, sus coberturas se han
reducido, dejando por fuera amplios sectores de jóvenes, que no logran
acercarse a los niveles de calidad de vida conquistados por sus padres, quienes
ya habían avizorado que algo no tan bueno estaba por ocurrirles a sus hijos,
pues aparecían señales poco halagüeñas en el panorama socioeconómico.
Es indudable que hoy los jóvenes tienen que hacer un
esfuerzo mucho más grande y más prolongado para obtener los activos que sus
padres conquistaron en menor tiempo y con más facilidad. Esta situación se debe
a que el acceso al mercado laboral se ha reducido drásticamente, creando una
situación de desempleo, que en la población joven puede ser el 50% más alto que
el promedio general, y donde las mujeres enfrentan una desocupación muy
superior a la de sus pares masculinos en todos los rangos de edad. Esto es
común en varios países europeos y en casi toda Latinoamérica.
Aunque nuestros jóvenes están mejor formados académicamente
que sus padres, son más avezados en el manejo de la tecnología y acumulan más años
de formación, el poder adquisitivo de sus ingresos es muchísimo menor, lo que
hace que deban aplazar, por ejemplo, la posibilidad de adquirir una vivienda para
cuando tengan una edad superior a la que lo lograron sus progenitores.
El hecho de no tener empleo, o tenerlo mal pago, y no contar
con los recursos necesarios que les brinde estabilidad financiera, hace que se demore
cada vez más la formación de una familia y, por consiguiente, optan por aplazar
o rehuir a la procreación.
Tenemos, en efecto, una generación llena de frustraciones e
inseguridades sobre su futuro, lamentándose de las pocas probabilidades de la
mayoría de ellos de poder obtener, por lo menos, lo que lograron sus padres a
su misma edad. Una de esas cosas es no lograr, aunque sí lo quieren, emanciparse
de sus padres, dado que muchos de ellos siguen viviendo en la casa de estos, e
incluso recibiendo su ayuda económica.
Aunque los jóvenes están ahí presentes, pareciera que la
sociedad no los valora lo suficiente. Los hemos vuelto invisibles e
innecesarios. Los estamos desechando sin haber aprovechado sus potencialidades.
Con muy pocas excepciones, ellos están sufriendo de desigualdad generacional.
Las consecuencias de este marginamiento de los jóvenes se traducirán en sociedades menos desarrolladas, poco dinámicas, con bajo recambio generacional y con profundas desconfianzas hacia la institucionalidad pública y privada.
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